Silicon Valley es la «Corte de los Milagros» del siglo XXI donde cualquier cosa puede suceder y, con mucha frecuencia, sucede. Cuando Sevilla era el centro del mundo, en pleno siglo XVII, todos los menesterosos acudían a la ciudad confiando poder vivir aunque solo sea de las migajas que caían del plato de los poderosos. De la misma forma, el Valle del Silicio atrae hoy a todos cuantos aspiran a medrar en los tecnologizados tiempos que nos toca vivir.
Que los pícaros de nuestra época sean tiburones de las finanzas o universitarios ávidos por conseguir la piedra filosofal para hacerse multimillonarios apenas superados los veinte no invalida el símil. Y todo ello sin abrir “a priori” la puerta de supuestos comportamientos ilícitos.
Sin ser complaciente ni pretender justificarlo, se puede considerar hasta entendible que, cuando se está produciendo una explosión social y económica de esta magnitud, quede relegada a un segundo plano la preocupación por el futuro, el largo plazo, la sostenibilidad e incluso los derechos fundamentales. No vaya a ser que nos distraigamos con estas minucias y perdamos una oportunidad de oro.
Lo cierto es que, mientras los más inquietos están en estas cosas, alguien debiera preocuparse del gobierno del mundo con un cierto sentido de permanencia. No deja de ser una labor ardua y difícil que corre el riesgo de ser además baldía, teniendo en cuenta el frenético ritmo de novedades que inexorablemente vienen poniendo en cuestión las bases que hasta ayer creíamos sólidas.
Pero al margen de constatar la incertidumbre que reina en los tiempos que vivimos, me atrevería a decir que no debiéramos dejarnos deslumbrar más que lo justo con los nuevos inventos, para no perder el foco y no olvidarnos de lo importante. Más allá del “medio”, que no cabe duda cambia cada día, lo importante es el “fin”, y nuestra civilización ha avanzado lo suficiente como para haber desarrollado unos principios que debieran ser válidos también en la nueva era digital. Esta reflexión podría ser de aplicación para todo cuanto afecta a los derechos fundamentales en aspectos como dignidad, libertad, igualdad, solidaridad, ciudadanía o justicia (que son los capítulos de la Carta de los Derechos Fundamentales vigentes en la Unión Europea).
No tendría sentido defender estos derechos fundamentales en el contexto off line en el que estábamos acostumbrados a vivir y olvidarnos de ellos en base a una pretendida modernidad que se nos presenta de la mano de las nuevas tecnologías digitales y del mundo on line. Una de dos, o no eran tan fundamentales como creíamos, en cuyo caso habría que reconsiderarlos a todos los efectos, o debiéramos seguir utilizándolos como referencia para reflexionar sobre si el proceso de digitalización de la sociedad está o no incidiendo sobre ellos, y a partir de aquí tomar las decisiones oportunas.
Dicho esto, conviene no confundirnos con las palabras. Existen intentos creativos de ampliar los derechos fundamentales de las personas con otros derechos, no siempre necesariamente compatibles con los primeros, centrados en defender cosas, tecnologías o cualquier tipo de estructuras, instrumentos o medios creados por el hombre y, como tales, susceptibles de ser alterados en una próxima generación tecnológica. De hacerlo así, no cabe duda de que nos equivocaríamos.
Cualquier cambio propiciado por la tecnología siempre suscita el interrogante de si su aportación mejora, empeora o pone en riesgo nuestro contexto social. Esta vez no es diferente, como lo evidencian sendos libros visionarios de reciente aparición que se están convirtiendo en auténticos bestsellers: Jeremy Rifkin en “La sociedad de coste marginal cero”, Editorial Paidós, parte de un diagnóstico certero y merced a la actual revolución tecnológica digital termina augurando un futuro en el que el desarrollo del “procomún y la economía colaborativa” nos aproxima a la mítica Arcadia; en paralelo, Jaron Lanier en “¿Quién controla el futuro?”, Editorial Debate, nos advierte de que los avances tecnológicos pueden llevarnos cual “cantos de sirenas” hacia un “final icariano”, al tiempo que nos da pistas sobre cómo conjurar estos riesgos contraponiendo una “economía de la información humanista” a la concentración de poder derivada de una “economía de la vigilancia”.
Pero dejemos a Rifkin y a Lanier, que seguro tendremos oportunidad de revisitarlos en el futuro, y quedémonos en valorar positivamente el debate y en la conveniencia de asumir algunos axiomas, como es que los medios nunca serán eternos pero los derechos fundamentales sí lo debieran ser. Seguro que a partir de aquí e intentando no pontificar sobre aspectos meramente instrumentales, y por tanto coyunturales, se podrían evitar muchas batallas innecesarias (de ideas, de religión o de cualquier cosa).
Muy de acuerdo con la afirmación de que «Más allá del “medio”, que no cabe duda cambia cada día, lo importante es el “fin”, y nuestra civilización ha avanzado lo suficiente como para haber desarrollado unos principios que debieran ser válidos también en la nueva era digital.»
Detrás de la innovación tecnológica se «esconden» los derechos humanos de siempre. Por ejemplo, el artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reza: «Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada». O el artículo 19, que reza: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el (…) de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.»
¿No son perfectamente actuales y aplicables al entorno digital?