La industria cultural como referencia de la desmaterialización digital.
Hemos visto en un post anterior el paralelismo que existe entre la desmaterialización digital y la financiera, así como algunos de los riesgos inherentes a estos procesos. Seríamos injustos si no reconociésemos además las grandes oportunidades que nos aporta la digitalización, al igual que es preciso ser conscientes de que en Europa y en particular en España no estamos aprovechando estas oportunidades como debiéramos, a pesar de las sucesivas Agendas y Estrategias Digitales lanzadas desde las instituciones. En este documento queremos centrar nuestra reflexión en el impacto que la digitalización tiene sobre el valor que asignamos como sociedad a los diferentes bienes y servicios.
La desmaterialización digital está afectando de manera dramática a la práctica totalidad de los sectores económicos, y muy especialmente a aquellos cuyos servicios y productos son más digitalizables. Este proceso incide muy especialmente sobre los creadores de contenidos digitales, como pueden ser los de la industria cultural, a los que les está obligando a reconsiderar la estructura de su negocio y en algunos casos les ha llevado al extremo de cuestionar su supervivencia. En un contexto de fuerte globalización, en el que es posible acceder con facilidad a un mercado de dimensiones mundiales, se está produciendo una polarización de la oferta cultural:
— Los artistas vuelven a ser titiriteros que viven de los espectáculos en la calle, en los pequeños garitos y en los teatros, donde el contacto directo con el público blinda cualquier intento de copia, sin que esto les exima de poder ser grabados y distribuidos de forma gratuita.
Hay que reconocer que a algunos pequeños artistas les ha ido bien en este contexto, pues han llegado a ser populares gracias a los medios digitales (a veces, incluso, sin haberlo buscado expresamente), lo que a la postre les ha servido de reclamo para seguir llenando teatros. Otros han encontrado en Internet el medio ideal para dar a conocer sus creaciones fuera del ámbito de sus relaciones y sin costes comerciales excesivos, permitiendo que emerjan miles de pequeños artistas que configuran lo que se conoce como un típico mercado “long tail”. En cualquier caso, este menudeo puede ser un buen caldo de cultivo para desarrollar interesantes iniciativas de tipo colaborativo, pero no dejan de ser los menos los que consiguen vivir de lo que obtienen directamente gracias a la comercialización de sus obras a través de los medios digitales.
— Los grandes artistas, como pueden ser los músicos más reconocidos, han dejado de vender millones de CD´s y todavía no saben cómo relacionarse con el fenómeno de la digitalización. Van asumiendo su rol de titiriteros y afortunadamente para ellos son capaces de llenar estadios enteros. Gozan de una audiencia millonaria a través de los distintos formatos de distribución que les permiten colocar sus obras en todo el mundo y cuentan con millones de seguidores en las redes sociales, pero a día de hoy no saben cómo orientar su modelo de negocio para monetizar todo su éxito.
Los artistas más mediáticos se debaten entre centrarse en la creación o dedicarse al mercadeo y convertirse en una auténtica marca publicitaria. A priori, hemos de considerar que esta elección no es ni buena ni mala, pero lo cierto es que condiciona el resultado. En este caso, su poder no depende ya tanto de la bondad o la belleza de sus obras sino de que su imagen de marca se convierta en un icono y termine impresa hasta en las latas de Coca Cola. Su valor pasa entonces a depender del número de coca colas que sea capaz de incitar a consumir, al margen del componente estético de su arte. Complementariamente, como grandes generadores de audiencias, sus obras y ellos mismos se pueden convertir también en soportes publicitarios de otras marcas,… pervirtiendo en ambos casos el valor y, posiblemente, la razón de ser de una obra de arte.
El impacto global de estas imágenes de marca cabe resumirlo en dos fenómenos complementarios: por un lado se produce el típico efecto “the winner takes all”, porque las exigencias de la audiencia son tan fuertes a nivel mundial que no deja sitio para nadie más. El efecto complementario, y casi consustancial con el primero aunque aparentemente pueda parecer contradictorio, es que resulta imposible mantener ese nivel de atención durante demasiado tiempo, de forma que los éxitos de audiencia son efímeros y en seguida se ven superados por el siguiente ganador. En este contexto, el reto de la industria no sólo es conseguir el éxito sino, además, sacar el máximo provecho de su reducida ventana de oportunidad para monetizarlo.
Pero, a estas alturas, ¿quién se acuerda ya del valor de la creación y del contenido, como materia prima cultural? Nos atrevemos incluso a preguntarnos si en realidad ha tenido valor alguna vez o si, en el fondo, el valor reconocido en etapas anteriores se circunscribía al hecho de que solo podía ser disfrutado por aquellos que tenían el privilegio de poseer el vinilo o el CD correspondiente; en definitiva, si la clave de su valor consistía tan solo en transformarlo en un recurso escaso y, por tanto, no al alcance de todos.
Hay una pegunta que todavía nos parece más cruel, como es si la propia industria discográfica, en este caso, no ha llevado a la música a identificarla en exceso con el material que utilizaba de soporte, esto es el propio CD o el vinilo, en tanto en cuanto le permitía tener el control de la situación, olvidando también ella lo que debiera ser el objetivo último de su negocio: la comercialización de una materia prima muy especial, como es la música, y la gestión de sus derechos de uso.
Cuando el modelo de negocio de la cultura pasa a apoyarse más en un proceso industrial que en la propia creación cultural, que es su contenido, es el momento en el que debieran dispararse todas las alertas porque la crisis está en la puerta. El caso es que de estos hechos hemos terminado aprendiendo más bien poco y, acostumbrados a gestionar soportes en lugar de contenidos, nos han llegado los nuevos tiempos sin el bagaje necesario para afrontarlos.
Visto desde una perspectiva más global, si consideramos la totalidad de la cadena de valor cultural, podemos recordar el segundo corolario del Principio de Marginalidad que presentábamos en nuestro post “Principio de Marginalidad. Corolarios”, publicado el 16 de diciembre de 2014. Hacíamos referencia a que el valor de una cadena regida por la marginalidad como es la del Ecosistema Digital se escora ineludiblemente al extremo de la misma, y muy en particular a aquel extremo que consigue tener el contacto directo con el cliente. Si en este contexto los eslabones intermedios son meramente instrumentales y son retribuidos como tales… ¿qué valor asignamos a los creadores de contenidos que son quienes generan la materia prima cultural? No parece que estemos viviendo “buenos tiempos para la lírica”.
Si por lo que parece la digitalización nos condena a despreciar el valor de la creación, como materia prima originaria, estamos abocados a preguntarnos en qué medida se puede llegar a reconocer su valor como activo publicitario, aunque sea solo para los artistas más reconocidos, y cuál es el escenario cultural al que podemos aspirar con estas premisas.
Estas reflexiones están hechas para la industria cultural, pero podríamos hacer exactamente las mismas en relación con cualquier otro servicio o bien digitalizable. De hecho, la digitalización ha propiciado fenómenos como el prosumerismo, en el que a nuestra faceta de consumidores le sumamos también la de productores. Para ello contamos con materias primas básicas como son nuestros conocimientos, nuestra inteligencia, nuestro tiempo,… y la revolución digital nos está permitiendo ponerlos en valor y ofrecérselos a los demás.
Bueno, tal vez nos estemos precipitando un poco con lo de “poner en valor”. Está clara la posibilidad de ofrecer, pero ¿de verdad somos capaces de obtener valor? Si lo miramos con los ojos de la humanidad en su conjunto, el fenómeno solo lo podemos juzgar como positivo: nunca ha habido tantas facilidades para que tantos puedan aportar tanto a tanta gente y por tan poco dinero. Si lo miramos a nivel individual es inevitable preguntarnos por la recompensa por nuestro esfuerzo y nuestro tiempo. En algunos casos esta recompensa vendrá de la mano de la satisfacción personal por lo hecho o, incluso, por el reconocimiento exterior, pero cuesta imaginar un escenario en el que todos podamos convertirnos en artesanos del conocimiento con posibilidades para subsistir gracias a nuestro trabajo.
Consideramos interesante traer aquí a colación las reflexiones del libro «¿Quién controla el futuro?», de Jaron Lanier, publicado recientemente por la editorial Debate. En línea con nuestros comentarios anteriores, Lanier nos dice que “si (…) no se valora la información <<en bruto>>, aquella que no ha pasado por las manos de los ordenadores centrales, lo que se producirá es una marginación a gran escala” y que para que el sistema sea sostenible “debe aparecer una clase media vinculada a la era de la información”, que a día de hoy todavía no existe.
Pero, una vez que hemos convertido a toda la humanidad en proveedora de información, emerge de manera natural una materia prima mucho más especial y delicada incluso que nuestro conocimiento, nuestra inteligencia y nuestra capacidad creadora: se trata de la información sobre nuestra propia vida.
De esta manera, el impacto de la digitalización trasciende con mucho a los sectores económicos, incluido el de la industria cultural, y se convierte en un auténtico fenómeno sociológico con implicaciones sobre nuestra propia valoración como personas individuales dentro del entramado social. Como es fácil comprender, esta reflexión supone un salto cualitativo de enorme importancia que aquí sólo nos atrevemos a enunciar.
No queremos finalizar este documento sin al menos dejar abierta otra puerta para futuras aportaciones: nos referimos a las reflexiones que hace Jeremy Rifkin en su popular libro de “La sociedad de coste marginal cero” en relación con el impacto de la digitalización más allá del ámbito de lo inmaterial. Rifkin plantea la futura desaparición de buena parte del valor asignado hoy por nuestra sociedad a muchos productos de naturaleza no tan digitalizabe, en la medida que la materia prima que se requiera para su fabricación pueda dejar de considerarse como un recurso escaso y que su producción pueda conseguirse de una manera fácil, barata y muy distribuida. Pero esto también merece un capítulo aparte.
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