Colmado de la Tienda de Pedro García, en Solares (Cantabria). Foto de TripAdvisor.
Ya hemos mencionado en otras ocasiones que, para bien y/o para mal, hemos superado hace mucho tiempo la etapa de la economía basada en la pura autosuficiencia —en la que nuestros antecesores encontraban u obtenían directamente los pocos productos que necesitaban para su subsistencia—, e incluso la etapa posterior de los primeros intercambios vía trueque. En la medida que las sucesivas revoluciones tecnológicas han sido asimiladas por la sociedad, las relaciones humanas —incluidas las económicas— se han vuelto más abiertas, más amplias y más complejas.
Las relaciones económicas basadas hasta hace poco en la proximidad, el conocimiento mutuo y la confianza entre comprador y vendedor han sido alteradas por la revolución digital, que por un lado nos han ayudado a superar las limitaciones burocráticas de la tradicional ventanilla de relación con el cliente y, por otro, han puesto contra las cuerdas a los amigables mostradores de tienda que nos permitían un trato personalizado, además de tocar el producto y realizar una demostración práctica de sus prestaciones.
Estos cambios están teniendo múltiples efectos que todavía no somos capaces de percibir en su totalidad, en relación con el desarrollo de nuevos negocios capaces de articular una oferta de perfil global, de nuevos productos y servicios crecientemente digitales en los que el componente físico se reduce hasta su desaparición y de nuevos modelos de relación con el mercado.
En Queland tenemos un especial interés en reflexionar sobre qué está pasando en este mundo crecientemente digital con las relaciones en el mercado entre la oferta y la demanda. La desaparición del hándicap de la distancia, con el desarrollo de las telecomunicaciones y muy particularmente con la explosión de Internet, ha abierto la puerta a planteamientos en los que la relación face to face con el cliente no es relevante y, en consecuencia, tampoco lo es el cliente a título individual ni, mucho menos, personal. En tanto en cuanto éste ya no precisa ser conocido para la solicitud del producto o servicio, ni siquiera en muchas ocasiones para su delibery, tampoco es necesario establecer relaciones de proximidad, por lo que se imponen las marcas globales y los productos homogéneos o, al menos, estandarizables.
Así mismo, las largas cadenas de distribución que otrora han sido necesarias para llevar estos productos con aspiración global a todos los rincones del planeta, tras haber dominado la conexión entre productores y clientes durante buena parte de la historia, pasan directamente a desaparecer o, en algunos casos, a transformarse en intermediarios digitales que aspiran a tener un férreo control extremo a extremo de la cadena de valor y a apropiarse de un porcentaje significativo de la tarta del negocio en juego.
Complementariamente, y de manera casi opuesta a lo comentado hasta ahora, están surgiendo iniciativas de negocio, en principio menos ambiciosas que las anteriores, cuya clave está más en la desaparición de los eslabones intermedios de la cadena de valor, permitiendo una mayor proximidad en términos de conectividad y servicio entre el productor y el cliente.
Esta segunda tipología de negocios da lugar a una cierta impresión de que con los nuevos tiempos y las nuevas tecnologías se recupera parte del poder perdido a lo largo de la historia por los extremos de la cadena (productor y consumidor final). No cabe duda que nos encontramos con quienes pueden disfrutar de esta vuelta a una cierta Arcadia original gracias a la capilaridad y acceso prácticamente universal que permite la tecnología, aunque nos engañaríamos si considerásemos esta realidad como algo generalizable a todos los negocios de la nueva economía digital.
Algunos de estos casos han llamado poderosamente la atención, como puede ser que desde un pequeño pueblo de Teruel —que posiblemente hasta fechas recientes todo el mundo consideraba que estaba condenado a desaparecer como tantos otros— se estén vendiendo productos de cuchillería demandados desde cualquier parte del mundo; o que hayan surgido en otras poblaciones similares determinadas iniciativas de agricultores que cultivan productos ecológicos y de calidad, con un éxito impensable hasta hace muy poco tiempo, gracias al reconocimiento de un mayor valor para sus productos por parte del mercado y a su capacidad para realizar entregas directas a los puntos de venta al público o, incluso, al consumidor final.
Hablamos de casos de éxito que hoy se estudian ya en las escuelas de negocio. Su nexo común puede estar en ofrecer productos selectos y de calidad, con un alto valor percibido por parte del mercado y que huyen de la comoditización. Son productos que con carácter general no aspiran a ser imprescindibles para nuestra vida diaria, ni para nuestro tiempo de ocio, ni pretenden inundar los domicilios o los bolsillos de toda la humanidad. Más bien buscan mantener el prestigio entre sus clientes, a veces distantes y dispersos, pero en una dimensión controlable para poder cumplir con sus expectativas de calidad, tanto en el producto como en su delivery.
En este mismo contexto cabe incluir otros nuevos modelos de intercambio de productos y servicios que nos aproximan aún más al histórico trueque, en los que los consumidores a nivel individual se transforman al mismo tiempo en productores de servicios y productos, que intercambian gracias a las facilidades que representan las redes sociales e Internet para establecer relaciones tanto bilaterales como grupales. Sin llegar a asumir el idealismo que subyace en lo que Jeremy Rifkin (a quien hemos acudido repetidas veces desde el Blog de Queland) contempla como «procomún colaborativo», sí es significativo el protagonismo creciente de conceptos como «prosumer» (que sintetiza las figuras de productor y consumidor) o, incluso, en palabras también de Rifkin, la «economía del compartir».
Como hemos tenido ocasión de analizar en nuestro blog (1, 2, 3 y 4), el fenómeno colaborativo está propiciando, además, cambios sociológicos que, a su vez, dan pié a nuevos modelos de negocio que se basan en las claves de utilizar, usar y disfrutar en lugar de las tradicionales de poseer o ser propietario, tema sobre el que profundizaremos en un próximo post.
Por tanto, la nueva economía propiciada por la digitalización posibilita modelos de negocio dispares en función del tipo de productos y de las relaciones que se establecen en el mercado: por un lado nos permite ofrecer productos de calidad y controlar su distribución incluso hasta el consumidor final; y, por otro, emerge la figura del intermediario virtual de productos y servicios estandarizables (muchos de ellos directamente digitales) que aspiran a captar un mercado masivo y global sin necesidad de contar con presencia física en el ámbito local o nacional. En el primer caso nos encontramos con personajes entrañables que nos conquistan el corazón con sus iniciativas sostenibles pegadas al terreno y en el segundo están los grandes nombres que copan las portadas de todos los medios y que hemos convertido en iconos universales de la modernidad en una sociedad crecientemente individualista que valora el éxito económico y la notoriedad social por encima de todo lo demás.
Esta doble faceta de los cambios que aporta la digitalización tiene múltiples derivadas y su impacto es dispar en función de si lo analizamos desde el ámbito sociológico, el del desarrollo de los pueblos o el del puro mercado, lo cual nos permitirá abrir nuevas vías de reflexión en el futuro.
Sigue los siguientes Posts sobre los modelos de negocio en la Economía Digital y sus implicaciones:
Y tú… ¿qué quieres tener, clientes o usuarios?
Digitalización, sociología, sostenibilidad y desarrollo (próxima publicación)
Comentarios